Inocencia. Dícese de ese carácter o rasgo que caracteriza a un ser por el que existe falta de malicia, mala intención o picardía.
La primera vez que me enamoré de este rasgo fue cuando me crucé con dos galaxias abiertas a mí de par en par, un mundo abierto ante mí, una mirada pura, cándida, cristalina. Una mirada sin prejuicios, filtros ni sentencias. Fue un encuentro casual en plena calle. Un ángel se paró ante mí. Me miró a los ojos y me ofreció lo que en aquel momento debió de ser su juguete favorito. Desde entonces me he cruzado un número limitado de veces con otros ángeles de cabello dorado y ojos del color del cielo. En cada ocasión he sentido como un momento se volvía eterno. Un cruce de miradas, una lectura del alma, una sonrisa abierta. Una conversación sin palabras, un diálogo mudo, todo reducido al lenguaje universal. Una maravilla.
Cuando te encuentras con una mirada que irradia luz, energía, alegría con ese brillo que te cala y te contagia haciéndote sonreír como cuando eras niño, cuando no tiene barreras para conectarse contigo, ese momento se vuelve casi mágico. Las emociones se contagian. Las palabras hieren o reconfortan, un abrazo cura males pero sin embargo, lo que realmente cura un alma rota es la risa.
El placer de reír a carcajada limpia. Llorar de risa. No sentir vergüenza. No preocuparse por lo que pensarán de ti los demás. Jugar, experimentar con la comida. Gozar de cada uno de los sentidos. Tumbarse en la hierba en el atardecer y respirar despacio. Saltar en los charcos de agua, empaparse bajo la lluvia. No preocuparse por el paso del tiempo y disfrutar de cada momento. Vivir la vida desde la perspectiva de un niño.
Definitivamente, la inocencia es un don que no deberíamos perder nunca, disfrútala.